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Píramo y Tisbe


Se amaban, de una forma tan pura y fuerte que luchaba por sobrevivir a pesar de la prohibición de sus familias. Y es que, aunque jóvenes, comprendían que muchas veces solo se necesita un sentimiento lo bastante genuino para que el mismísimo destino confabulase a su favor. Como prueba de esto había una pequeña rendija, que unía las habitaciones de los amantes.

Esta solo permitía que lleguen sus voces, cosa que aprovecharon para prometerse amor, fidelidad y respeto. Así pasaron los días, las semanas, los meses… El amor no hacía más que incrementar, y con él, la angustia. Necesitaban exteriorizar su amor, por lo que decidieron que lo mejor sería huir, dejar a sus familias atrás y enfocarse en alimentar lo que sentía el uno por el oro.


Se verían en la noche, en la fuente que estaba junto al monumento a Nino.

Tisbe fue la primera en llegar. Reconoció el lugar no solo por la estatua, sino por el moral de moras blancas que ahí yacía. La emoción recorría su cuerpo como si de una corriente se tratase, su mente estaba llena de pensamientos de amor y esperanza, vislumbrando un futuro tan lleno de felicidad que parecía irreal. Pero una recién llegada la sacó de sus cavilaciones. Una leona apareció para beber agua de la fuente. Sus garras y colmillos estaban entintados en sangre, un detalle que hacía a la bestia aún más aterradora. Tisbe escapó sin pensarlo, dejando atrás su velo en el proceso.


Píramo apareció minutos después.


La leona seguía ahí, jugueteando con un velo manchado de sangre. Píramo, dentro de su miedo, lo reconoció, y pensó lo peor. Por eso decidió acabar con su vida. Esa vida que tomó nuevo sentido gracias a su amada, y que ahora se apagaría ante la idea de no poder verla de nuevo. Levantó su cuchillo y sin titubear lo enterró en su vientre. La muerte fue dolorosa, lenta y agónica. Pero la mente de Píramo no estaba con su cuerpo, él estaba pensando en su amada, a la que esperaba ver cuando fuese al más allá.


Pero se equivocaba.


Tisbe, que se había escondido en el agujero de una roca, llegó poco tiempo después. Pero creyó haberse confundido. Pues a pesar de estar la fuente y la estatua ahí, el moral ya no contenía moras blancas, sino púrpuras. Cuando estaba por irse, sin embargo, se topó con el cuerpo de su amado. Entendió todo tan rápido que, antes que la tristeza, la invadió la culpa. Abrazó el cuerpo sin vida de quien antes aseguraba vivir por ella. Acarició su rostro, recorrió sus labios con los suyos, le habló sobre los planes que tenía para ellos y le lloró, apoyando la cabeza en su torso, como quien espera encontrar un corazón latiendo. Estuvo ahí tanto tiempo que el cielo tornaba su azul oscuro por un celeste más luminoso. Tisbe no podía volver a casa, y no quería huir sola. La única decisión era ir tras él. Arrancó el cuchillo del vientre de Píramo y, también sin pizca de dudas, lo enterró en su pecho, podía verse en su rostro la esperanza de llegar a él.


Pero se equivocaba.


El Irkalla, inframundo babilónico, funciona de forma muy similar al Sheol, inframundo de los antiguos cristianos. Las almas son guiadas a través de siete puertas que los guían a un destino específico, dejando prendas y recuerdos en el camino. No hay espacio para el amor en el Irkalla, las almas van allá a sufrir.


Esto llevó a los dioses a interceder. Conmovidos por lo que vieron, fueron junto a los padres de ambos jóvenes y les hablaron del único método para que, a pesar de haber cometido suicidio, pudiesen estar juntos. Ambas familias debían hacer a un lado sus diferencias, cremar a sus hijos y colocarlos en la misma urna. Cosa que hicieron, asegurando así que Píramo y Tisbe pudieran cumplir su sueño en la otra vida.


Pero su amor fue tan poderoso que dejó huella en ambos planos. Pues las moras del mundo dejaron su alba apariencia para rendirle homenaje a esta pareja, cuya sangre tiñó el moral que presenció el encuentro. Este cambio hizo que las moras tuvieran un sabor agridulce.


Agridulce como el amor mismo.

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